«POR CADA MILLA, UN HOMBRE»
por el Hermano Pablo
Negro y oscuro era el socavón de la mina. «Con luz fosforescente de cocuyos», como decía el poeta Guillermo Valencia, los mineros horadaban el duro vientre de la montaña. Los picos y barrenos hacían saltar pedazos de roca. Y cada minero pensaba en dos cosas: en la familia que dejó arriba, y en el gas metano que en cualquier momento podría escapar.
En efecto, el traicionero gas comenzó a salir. Veinte segundos antes que sonara cualquier alarma, se produjo la explosión. Ciento veintiún mineros murieron quemados en Kozlu, pueblo minero de Turquía, y más de treinta quedaron gravemente heridos. Fue un desastre minero más. «Por cada milla de galería, la vida de un hombre» es la frase muy cierta de los mineros de todo el mundo.
Duro, fatigoso y mal pagado es el trabajo de los mineros. Para ganarse la vida deben bajar a galerías oscuras en las entrañas de la tierra, sin aire y sin luz. Deben hacer trabajo de topos, cavando túneles en busca de metal, o de carbón o de diamantes.
De vez en cuando se produce una explosión, y cientos mueren aplastados por olas de piedra. El 26 de abril de 1942, por ejemplo, se produjo en Honkeiko, China, un desastre minero que cobró la vida de mil quinientos setenta y dos hombres. Fue uno de los más devastadores desastres de los tiempos modernos. De ahí surgió el dicho: «Por cada milla, un hombre.» Es el precio que hay que pagar.
Los mineros han expresado su condición con la frase: «Por cada milla, un hombre», pero hay otras situaciones similares. Podríamos decir: «Por cada copa de licor que expende la destilería, un hombre.» «Por cada sobrecito de polvillo blanco que los traficantes de drogas venden, un hombre.» «Por cada ficha que rueda en el tapete verde, un hombre.» «Por cada aventura amorosa ilícita que afea y ensucia y mancha, un hombre.»
Lo triste es que en cada una de estas situaciones y otras como ellas, no es sólo un hombre el que queda tirado junto al camino. Es el hombre, su esposa, sus hijos, y cuantos más miembros de la sociedad forman parte del caído. Por cada error humano, sólo Dios sabe cuántas almas se balancean suspendidas sobre el abismo de la muerte antes que la débil cuerda, en el momento menos pensado, se corta.
Jesucristo puede rescatarnos de todos esos abismos. Él salva, redime, regenera, y rescata. Entreguémosle nuestra vida. No tenemos que seguir siendo víctimas. Cristo desea redimirnos.
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