LA CONFESIÓN DEL CÓNDOR
por Carlos Rey
La selección chilena jugaba el partido decisivo para ir al mundial de Italia. No valía el empate. Tenían que ganarle al Brasil, en el Maracaná.
El ambiente estaba tenso. Más de 130.000 espectadores habían colmado las graderías del inmenso estadio. Cuando se entonó el Himno Nacional de Chile, las rechiflas y los gritos de los aficionados impidieron que se oyera.
«Otra vez Brasil al ataque. 17 minutos de juego. Dunga tiene la pelota. Dunga avanza con velocidad. Dunga no levanta la cabeza. Dunga centra la pelota y Careca conecta de cabeza. La pelota con violencia va hacia la portería chilena. Las tribunas se levantan, preparando el grito de gol, que Rojas, con un vuelo espectacular, ahoga. Tiro de esquina.
»Dunga al ataque. Cabecea dentro del área chica. Muchos cantan “¡gol!”, pero Rojas está inspirado. Otra magnífica intervención. “El Cóndor” vuelve a volar y saca la pelota al tiro de esquina.»
No importaba. Brasil sólo tenía que mantener el empate. Era lo único que necesitaban para ir a Italia.
En las gradas de ese monstruoso estadio se encontraba una empleada de “Light”, la compañía de electricidad de Río de Janeiro. Alguien le había entregado una bolsa de plástico con dos luces de bengala. Durante el primer tiempo, que terminó empatado sin goles, ella se había olvidado de la bolsa. Pero al inicio del segundo tiempo, después del gol de Careca del Brasil, sacó la bengala, leyó las instrucciones, apuntó hacia el cielo y tiró la cuerda.
Silbando, la luz de bengala cayó sobre la cancha, a escasos metros de «El Cóndor». Rojas se llevó las manos a la cara y el juego se interrumpió. Era el minuto 68 con 44 segundos de juego.
«El Cóndor» estaba herido, en la grama frente al arco. El humo de la pólvora cubría en una nube de confusión el incidente. En cuestión de instantes llegó una camilla que se llevó hacia los vestuarios al arquero con el rostro completamente ensangrentado.
Los dirigentes de la Federación Internacional de Fútbol descubrieron —porque las cámaras no mienten— que Rojas había aprovechado el momento para cortarse la frente con un bisturí que se había metido en el guante, y le aplicaron la pena capital del fútbol profesional; es decir, lo sancionaron de por vida. Pero pasaron diez meses antes de que «El Cóndor» confesara su culpa. El fútbol para él lo había sido todo.
¿Qué podemos aprender nosotros de «El Cóndor»? En su autobiografía titulada El Cóndor herido, que escribió con Sonia Vengoechea e Ítalo Frígoli, nos da a entender que, sea cual sea nuestra justificación, tarde o temprano más vale que confesemos nuestra culpa, si es que queremos librarnos de ese peso que llevamos adentro.1 «Mi problema era con mi conciencia y mi paz interior», reconoció Rojas. Él ya se lo había confesado todo a Dios y a su familia, en privado. Pero Dios le mostró el camino de la confesión pública, y eso —según «El Cóndor»— «era lo único que valía».2
1 1Jn 1:9
2 Roberto Rojas (con Sonia Vengoechea), El Cóndor herido (Deerfield: Editorial Vida, 1993), pp. 17‑80.
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