UNA CÉLULA FOTOELÉCTRICA
por Carlos Rey
Su nombre: Javier Soliz. Su edad: cuarenta y dos años. Su domicilio: San Francisco, California. Su profesión: ingeniero electrónico.
Javier había sufrido uno de los traumas más dolorosos de la vida. Su esposa le había pedido el divorcio. El juez había decidido que sus dos hijos, Miguel, de diez años, y Jackie, de ocho, quedaran al cuidado de la madre. Javier estaba destrozado.
De los componentes de ese triste triángulo jurídico, formado por la esposa, el esposo y el juez, el único que no había tomado cartas en el asunto era Javier mismo. Fue así como decidió emplear sus dotes de ingeniero electrónico para hacerse valer. Preparó una pequeña célula fotoeléctrica, diminuta obra maestra de ingeniería, que con la luz del sol podía activar cualquier objeto que Javier quisiera. Y la puso en el borde de la ventana, apuntando hacia el oriente.
«Mañana, tan pronto como salga el sol —pensó—, terminarán mis penas.» Dicho esto, tomó pastillas para dormir y se sentó en un cómodo sillón, con la pequeña célula conectada a un cartucho de dinamita que había adherido a su pecho.
Lo demás fue crónica policiaca. No bien salieron los primeros rayos del sol esa mañana en San Francisco, la célula accionó el cartucho, y explotó la dinamita.
He aquí un suceso novelesco. Al parecer Javier lo tenía todo. Nadie sospechaba que algo andaba mal. Pero lejos de estar satisfecho con su vida, Javier se sentía tan vacío por dentro que no quería seguir viviendo. De ahí que se valiera del primer rayo del sol para escapar de su agonía.
En todo suicidio siempre son evidentes dos fracasos. El primer fracaso es el del suicida mismo que se siente incapaz de soportar por más tiempo la vida; el segundo es la pérdida total de la fe: la fe en sí mismo, la fe en los demás, la fe en la vida y la fe en Dios. Aquí cabe recalcar lo que se ha dicho tantas veces: El error más grande del suicida es negarle a Dios una última oportunidad de intervenir en su vida.
Es cierto que la vida suele abrumarnos con enormes responsabilidades. Y es también cierto que las penas pueden acumularse hasta llegar a ser más de lo que creemos poder aguantar. Pero es igualmente cierto que Dios tiene poder para quitarnos de encima ese peso que creíamos insoportable. Dios puede rescatar, del mismo borde del suicidio, a todos los que claman a Él.
Estas no son palabras huecas. Dios está cerca de cada uno de nosotros, y quiere intervenir en los asuntos de nuestra vida. Basta con que clamemos a Él para que llene ese vacío que tenemos por dentro y nos dé una razón para vivir.
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